Por Román Tibavija Cipagauta
Ingeniero Agrónomo y Máster en Economía Ambiental y de los Recursos Naturales. Experto en el diseño y coordinación de programas y proyectos de cooperación para el desarrollo territorial rural. Actualmente Director del Centro de Investigación La Libertad de Agrosavia.
La altillanura colombiana viene siendo objeto de muchos análisis socioeconómicos en los últimos años, los cuales se han traducido en políticas, incentivos y modelos empresariales a gran escala. Como resultado se han sembrado más de 100 mil hectáreas con cultivos de caucho, palma, forestales, maíz, soya y marañón, principalmente. Se estima que existen más de cuatro millones de hectáreas disponibles para estos fines, lo que resalta un gran potencial del desarrollo agroindustrial en esta subregión.
Sin embargo, existe otro modelo productivo de la tierra a menor escala, asociado a un gran número de familias campesinas reubicadas mediante ejercicios de reforma agraria en Puerto López y Puerto Gaitán, así como grandes extensiones de resguardos indígenas del Meta y Vichada. Sumado a esto, desde mediados de los años 90 del siglo pasado, viene creciendo en la altillanura el número de predios declarados como reservas naturales de la sociedad civil, donde los propietarios desarrollan prácticas más cercanas a la agroecología y la conservación.
Estos dos modelos productivos están coexistiendo en esta subregión. Uno está orientado a la producción agroindustrial, generando oportunidades de empleo y desarrollo comercial a gran escala con tecnologías de punta. El otro modelo está orientado a la agricultura familiar, campesina y comunitaria, y genera oportunidades de conservación biocultural y tradicional. En ambos casos están ampliando sus opciones individuales. Entre sí se conocen, saben de la existencia el uno del otro, llegan a acuerdos puntuales de intercambio, pero sin claros espacios de diálogo que les permita implementar modelos de cogestión del territorio.
Tres aspectos son claves en este camino: los hitos históricos que han llevado al poblamiento actual de la altillanura, los aspectos culturales y las relaciones productivas de sus habitantes con el ecosistema y, por último, los soportes técnico-científicos que sustentan el manejo del suelo y el clima en esta subregión. El desafío es saber combinar esta información para aportar al desarrollo sostenible tanto de la agroindustria como de la agricultura familiar y la agroecología.
Destaco la importancia y la necesidad de que ambos modelos coexistan en el territorio. El desafío institucional radica en seguir produciendo información que facilite la toma de decisiones más acertadas en cada caso, reafirmando así nuestro compromiso con el propósito superior de transformar de manera sostenible el sector agropecuario colombiano, utilizando el poder del conocimiento para mejorar la vida de productores y consumidores.
0 comentarios